|

Cañabota

La noche del 26 de julio, el calor sevillano seguía envolviendo la ciudad en un abrazo denso y vibrante, como si el aire mismo guardara el eco de los cantes flamencos que resuenan en sus rincones. Nuestra parada para la cena fue en Cañabota, un restaurante que ha elevado la cocina de mar a una expresión de absoluta excelencia, demostrando que la sencillez bien ejecutada puede ser tan sublime como la más intrincada de las creaciones gastronómicas.

Ubicado junto a la capilla de San Andrés, también conocida como la Hermandad de los Panaderos, Cañabota no engaña con falsas pretensiones: desde la entrada, con su mostrador que evoca las pescaderías de antaño, hasta la cocina abierta donde las brasas son las verdaderas protagonistas, todo en este lugar respira frescura y autenticidad. Optamos por sentarnos en la barra, un verdadero privilegio, pues desde ahí pudimos presenciar la maestría con la que el equipo trabaja cada pieza de pescado, tratándola con el respeto y la precisión de un orfebre.

Aquí no hay un menú cerrado que dicte el rumbo de la velada, sino que cada día la carta se ajusta a lo mejor que el mar haya ofrecido esa mañana. En nuestro caso, dejamos que el equipo nos guiara por un menú que, si bien cambiante, sigue siempre la misma filosofía: el Atlántico andaluz en su máxima expresión. Comenzamos con unos aperitivos marinos, donde el sabor yodado y fresco nos trasladó instantáneamente a la orilla del océano. Luego, una sucesión de platos que exploraban el mar desde diferentes ángulos: pescado apenas tocado por el fuego, mariscos a la brasa, cortes nobles realzados con emulsiones y caldos que parecían destilar la esencia misma del Atlántico.

Los platos, con su aparente sencillez, eran un testimonio de que no se necesita un exceso de artificios cuando la materia prima es impecable y el talento en la cocina es incuestionable. La parrilla, manejada con precisión quirúrgica, aportaba un toque ahumado que elevaba cada pieza sin enmascarar su pureza. El pescado brillaba en su punto exacto de cocción, con piel crujiente y carne jugosa, como una lección magistral de lo que significa respetar el producto.

Cerramos la cena con una selección de postres sutiles y frescos, un desenlace perfecto para una experiencia que nos había llevado de la mano a través de las profundidades del mar.

Después de la cena, Sevilla nos regaló una noche que se prestaba para el paseo. Recorrimos sus calles empedradas bajo la luz cálida de las farolas, deteniéndonos ante la Giralda, que se alzaba majestuosa contra el cielo nocturno. La Torre del Oro, reflejada en el Guadalquivir, nos transportó por un instante a las épocas doradas del comercio con las Indias. Más adelante, la Nao Victoria, una réplica del barco que dio la primera vuelta al mundo, nos recordó la historia de navegantes que una vez partieron en busca de lo desconocido.

Sevilla, con su calor, su historia y su embrujo, nos despedía con su inconfundible aroma a azahar y jazmín. Y en el recuerdo quedaba Cañabota, una oda al mar en el corazón de Andalucía.

Galería de imágenes

Publicaciones Similares