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Restaurante Atrio 2024

El 25 de julio, con el sol de Extremadura cayendo implacable sobre las piedras centenarias de Cáceres, hicimos nuestra siguiente parada en Atrio, el restaurante insignia de Toño Pérez, que ostenta con orgullo sus tres estrellas Michelin. Un templo gastronómico donde la creatividad se abraza con la tradición, y donde el cerdo, rey indiscutible de la cocina extremeña, se convierte en protagonista absoluto del menú.

Desde el primer bocado, quedó claro que la experiencia en Atrio no es un simple desfile de platos, sino una narrativa cuidadosamente hilada. Iniciamos con un dúo sutil y lleno de matices: aceituna negra cacereña con lino y amaranto, de sabor intenso y evocador, y una sedosa patata con queso de Los Ibores y eneldo, que preparaba el paladar con su armoniosa combinación de cremosidad y frescura. La lionesa de panceta ahumada y orégano fue un bocado delicado y elegante, con un equilibrio preciso entre el ahumado y el perfume de las hierbas.

El menú se desplegó en una sinfonía de contrastes y sorpresas: la ventresca de atún en manteca colorá derretía su untuosidad en boca, seguida por el crujiente de tapioca con emulsión de salmón y cochifrito, donde la delicadeza marina se fundía con la potencia del cerdo. Las gambas al ajillo con adobo de chorizo jugaban con la memoria gustativa, transformando lo familiar en algo completamente nuevo.

Después de este arranque fulgurante, el jamón, la mahoesa y el tomate nos recordaron que lo esencial, cuando se ejecuta con maestría, nunca decepciona. A este le siguieron bocados que reafirman la identidad extremeña con una perspectiva vanguardista: el salchichón con emulsión de pimienta y crujiente de trigo, el paté con encurtidos y plátano macho, y el lomo doblao, que nos llevaron por un viaje de sabores profundos e intensos.

La empanadilla de taro, manteca y comino aportó un giro inesperado con su textura ligera y su relleno especiado. Luego, el porco tonnato con alcaparras fritas y pimienta negra nos recordó la universalidad del cerdo, adaptado aquí con elegancia a la tradición italiana. El bollo de tinta con calamar y guiso de oreja fusionó mar y montaña con una precisión asombrosa, mientras que los torreznos con vieiras, cítricos y suero de cebolletas ofrecieron un juego de texturas impecable.

Los grandes platos fuertes continuaron deslumbrando: el flan de papada con caviar resultó ser pura decadencia, y el bogavante en un glaseado reducido de ibérico con curry verde fue un maridaje inesperado pero absolutamente delicioso. Más adelante, la careta de cerdo con cigala y jugo cremoso de ave terminó por consolidar la filosofía de Atrio: sofisticación sin perder la esencia. La presa a baja temperatura con ensalada de remolacha aportó la nota de carnosidad justa para cerrar el recorrido salado con un guiño a la tierra.

En el capítulo dulce, Atrio continuó sorprendiendo: el jamón y queso con bizcocho de té matcha y membrillo equilibró lo salado y lo dulce con una sutileza magistral. La ganache de yuzu con yogur, hinojo y corteza de cerdo fue un juego de acidez y texturas crujientes, mientras que el chocolate ibérico con café y jamón rancio nos hizo dudar, por un instante, de lo que creíamos saber sobre el cacao. Y, para rematar, una de esas creaciones que solo pueden nacer de una mente inquieta: la cereza que no es cereza, una ilusión óptica que sorprendió tanto como deleitó. Cerramos la experiencia con unas últimas golosinas y un refrescante “que viene el coco”, como un susurro veraniego que nos devolvía a la calidez de la noche extremeña.

Tras esta oda al cerdo y a la excelencia culinaria, la tarde nos regaló un respiro en forma de spa, donde dejamos que el tiempo se diluyera en el vapor y el agua. Para la cena, una parrillada de verduras, ligera y reconfortante, puso el broche final a una jornada donde el lujo y el disfrute fueron protagonistas.

En Atrio, Toño Pérez no solo nos recordó el poder de la gastronomía extremeña, sino que nos hizo redescubrirla en su forma más elevada.

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